lunes, 12 de mayo de 2014

Aparición de Nuestra Señora de La Salette

El 19 de septiembre de 1846, en una meseta montañosa al sudeste de Francia, cerca del poblado de La Salette, Nuestra Señora se aparício a Maximino Giraud, 11 años, y a Melanie Mathieu, 15 años, que estaban cuidando el ganado. Vieron a una Señora que estaba sentada en una enorme piedra. Tenía el rostro entre sus manos y lloraba. Melanie y Maximino estaban atemorizados, pero la Señora, poniéndose lentamente de pie, cruzando suavemente sus brazos, les llamó: “Acercan, hijitos míos. No tengáis temor. Estoy aquí para anunciar una gran noticia.” Melanie dijo: “La Santísima Virgen era muy alta y bien proporcionada. La Santa Virgen era toda bella y toda formada de amor. La corona de rosas que tenía sobre la cabeza era tan bella, tan brillante, que no puede uno darse una idea de ella. Todo formaba una bellísima diadema, que brillaba ella sola más que nuestro sol de la tierra. La Santa Virgen tenía una hermosísima Cruz suspendida de su cuello. Esta Cruz parecía ser dorada. Sobre esta Cruz toda brillante de luz, estaba un Cristo, estaba Nuestro Señor, los brazos extendidos sobre la Cruz. Casi en las extremidades de la Cruz, había de un lado un martillo, del otro una tenaza. El Cristo era de color carne natural, pero brillaba con gran esplendor. Y la luz que salía de todo su Cuerpo parecía como dardos muy brillantes que hendían mi corazón con el deseo de fundirme en Él. A veces el Cristo parecía estar muerto: tenía la cabeza inclinada y el cuerpo estaba como abatido, como por caerse, si no hubiese sido retenido por los clavos que lo retenían a la Cruz. Otras veces el Cristo parecía vivo, tenía la cabeza erguida, los ojos abiertos, y parecía estar sobre la Cruz por su propia voluntad. A veces también parecía hablar, parecía querer mostrarnos que estaba en la Cruz por nosotros, por amor a nosotros, para atraernos a su amor. Mostrarnos que él tiene siempre un amor nuevo por nosotros, que su amor del principio y del año 33 es siempre el de hoy, y que permanecerá siempre. La Santa Virgen lloraba casi todo el tiempo que me habló. Sus lágrimas corrían una a una, lentamente, hasta sus rodillas. Luego, desaparecían como cen¬tellas de luz. Eran brillantes y llenas de amor. Hubiese querido consolarla, y que Ella no llorase más. Pero me parecía que tuviese necesidad de mostrar sus lágrimas para mostrar mejor su amor olvidado por los hombres. La Santísima Virgen tenía un delantal amarillo y dos cadenas, una un poco más ancha que la otra. Los zapatos eran blancos, pero de un blanco plateado, brillante, había rosas a su alrededor. Estas rosas eran de un belleza esplendorosa, y del corazón de cada rosa salía una llama de luz muy bella y muy agradable de ver. Sobre los zapatos había una hebilla de oro, no del oro de la tierra, sino, por cierto, del oro del Paraíso. La voz de la Bella Señora era Dulce. Los ojos de la Augusta María parecían mil y mil veces más bellos que los brillantes, los diamantes y las piedras preciosas. Los ojos de la Bella Inmaculada eran como la puerta de Dios." 
El mensaje de Nuestra Señora de La Salette:  
“Si mi pueblo no quiere someterse, me veré obligada a dejar caer el brazo de mi Hijo. Es ya tan fuerte y tan pesado, que no puedo contenerlo más. ¡Hace tanto tiempo que sufro por ustedes... Para que mi Hijo no los abandone, es preciso que le ruegue incesantemente. Y ustedes no toman esto como una verdadera advertencia. No importa cuanto oren, no importa lo que hagan, nunca podrán recompensar los dolores que he tomado por todos ustedes. Seis días concede Dios a la gente para trabajar y se reserva El el séptimo día. Pero la gente no quiere hacerle caso y trabaja el Domingo. Esto es lo que hace que el Brazo de mi Hijo sea tan pesado. Aquellos que conducen las carretas no pueden jurar sin introducir el Nombre de mi Hijo. Estas son las dos cosas que hacen el Brazo de mi Hijo tan pesado. Si la cosecha se arruina, es por su culpa. Yo los he alertado el año anterior con la cosecha de papas, pero no tomaron mi advertencia. Todo lo contrario, cuando encontraron que la cosecha de papas se había arruinado blasfemaron y tomaron el Nombre de mi Hijo en vano. Se van a seguir arruinando de tal manera que para las Navidades no quedará ninguna. Si tienes semilla de trigo, no es buena para que la siembres. Todo lo que siembres será comido por los insectos, y lo que crezca se transformará en polvo cuando ustedes traten de desgranar las espigas. Vendrá una gran hambruna. Pero antes de que llegue la hambruna, los niños de menos de siete años serán atacados por temblores y morirán en los brazos de quienes los sostienen. Los demás harán penitencia por la hambruna. Las nueces vendrán malas y las uvas se pudrirán. Si se convierten, las piedras y las rocas se transformarán en montañas de trigo, y las papas crecerán solas en la tierra. Ustedes hacen bien su oración, hijos mios? Ah, mis pequeños, ustedes deben asegurarse de orar bien cada mañana y cada tarde. Cuando no lo puedan hacer mejor, digan al menos un Padre Nuestro y un Ave María. Cuando tengan tiempo, digan más oraciones. Ya nadie asiste a Misa excepto por unas pocas ancianas. El resto trabaja el Domingo, todo el verano. Luego, cuando llega el invierno, cuando no saben qué hacer van a Misa a burlarse de la religión. Luego, durante Cuaresma, van al mercado a comprar alimentos, como si fuesen perros. ¿Han visto alguna vez trigo arruinado?” 
“No Señora”, ellos respondieron.  
“Pero tú, mi pequeño, tu seguramente lo has visto cuando estuviste en la granja de Coin con tu padre. El dueño del campo le dijo a tu padre que vaya y vea el trigo arruinado. Ustedes fueron juntos. Tú tomaste dos o tres espigas de trigo en tus manos y las frotaste, y se transformaron en polvo. Luego fueron a casa. Cuando estaban a una distancia de media hora de Corps, tu padre te dio una hogaza de pan y te dijo: aquí, mi hijo, come al menos algo de pan en este año. No sé quien comerá algo el año próximo, si el trigo continúa de este modo. Bueno, hijos míos, ustedes harán saber esto a toda mi gente.”